Cuando el fundador de Telegram fue detenido en Francia el pasado sábado, tanto el Kremlin como su Ministerio de Defensa y, en definitiva, el omnipotente Estado ruso, entraron en pánico y dieron una orden absurda a sus empleados: “Borrad todos los chats”. Absurda porque sería tan ineficaz como arrancar los cables del ordenador o apagar el teléfono: Telegram no funciona así y los datos de sus usuarios permanecen almacenados en la nube de la empresa. Sin embargo, aquel gesto evidenció cómo Rusia ha dejado en manos de un enfant terrible, Pável Dúrov, un asunto de seguridad nacional extremadamente sensible: sus telecomunicaciones, desde la primera línea del frente a los oscuros despachos de Moscú.
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