De norte a sur y de este a oeste es conveniente definir el momento en el que el llamado universo demócrata decidió sacrificar el espíritu y la letra de sus leyes a cambio de la popularidad e iluminación de sus líderes. La crisis que existe en la relación entre las leyes, la justicia y los gobiernos es general. Hay países –por ejemplo, China– que no sufren este mal, aunque realmente esto se debe a que en el fondo la política china, al igual que la política de la antigua Unión Soviética y que sigue presente en la actual Rusia, consiste en formular leyes pensadas y sin margen a mucha discusión. Se podrá criticar esa forma comunista e incluso autoritaria de ambos países, pero la realidad es que en esas naciones –para bien o para mal– la ley sí es la ley. Aunque sea difícil de creer para los países que vivimos realidades diferentes, aún hay naciones y sistemas en los que sus líderes no están por encima de las instituciones ni de las leyes.
Bajo el lema “We the people” (en español, nosotros el pueblo), la Constitución de los Estados Unidos de América deja claro que, ante la ley, todos sus ciudadanos son iguales. El problema es que los presidentes han dejado de ser considerados como ciudadanos comunes. Antes la palabra “presidente” infundía un respeto intachable y era un cargo que se obtenía –además de por la vía de la elección popular, en el caso de los países democráticos– tras inspirar y otorgar la seguridad a los pueblos de ser el ciudadano más capacitado para liderar el país.
Hubo un momento en el que la elaboración e implementación de programas y leyes estaban sustentadas en las necesidades y voluntades de los ciudadanos. No estoy diciendo que el pasado haya sido mejor, ya que la corrupción, el oportunismo y la preferencia personal sobre la colectiva siempre han estado presentes. Lo que sí es cierto es que las leyes y las instituciones democráticas nunca habían estado tan frágiles ni vulnerables como en la actualidad.
Con independencia de los países donde las leyes siempre fueron recursos retóricos, en el resto del universo político todas las naciones se encuentran en crisis y enfrentadas con su sistema de justicia. Esto es especialmente grave, y es que si algo hemos aprendido y la historia nos ha dejado como lección es que la gran diferencia que hay entre una revolución y una transición democrática efectiva radica en el respeto al entramado legal.
En Israel sigue habiendo mucha gente que cree que si el conflicto entre Benjamin Netanyahu y el Tribunal Supremo del Estado de Israel no hubiera estado presente, difícilmente se hubiera materializado el ataque de Hamás del pasado 7 de octubre. En Estados Unidos, la Corte Suprema se tiene que reunir constantemente para decidir casos que nunca estuvieron ni en el ánimo ni en la esperanza ni en los deseos de los Padres Fundadores, que fueron quienes inspiraron e incluso, en algunos casos, escribieron de su puño y letra la Constitución estadounidense. Un documento publicado en 1787 que, pese a sus modificaciones y rectificaciones, sigue siendo la piedra angular de la nación.
En ningún lugar estaba previsto que un presidente pudiese dar, desde su despacho, un golpe de Estado con el objetivo de desvirtuar un resultado electoral. Sin embargo, eso fue lo que sucedió. Tampoco estaba previsto que ningún presidente quisiera volver a ocupar el Despacho Oval con 92 cargos –algunos penales y muchos de ellos civiles– a sus espaldas. Algunos de estos cargos tienen que ver con la insurrección al Capitolio estadounidense perpetrada el pasado 6 de enero de 2021, la cual está catalogada como un delito de sedición o traición.
En España, la reciente amenaza de dimisión de Pedro Sánchez tras haberse tomado cinco días de “reflexión” después de la apertura de diligencias en contra de su mujer por un posible delito de tráfico de influencias, ya ha tenido una primera consecuencia sobre lo que él ha llamado como el plan de regeneración democrática. Esto consiste en aceptar y hacer que todos los españoles sepan que los políticos, y especialmente los gobiernos –y si son de izquierdas y separatistas aún más–, son objeto del lawfare. Y que lo único y lo más importante que hay que hacer es meterle mano a la justicia para que, en primer lugar, ésta nunca más sea un aparato de acción política y, segundo, que se pueda garantizar que lo que ellos denominan como “la máquina del fango” pueda ser perseguida incluso antes de que se coloque el fango en las bocas de salida del ventilador de la basura democrática.
En México, el presidente López Obrador dejará para la historia dos cosas fundamentales. La primera, la elevación a derecho constitucional de los beneficios sociales que él ha aportado en su sexenio. La segunda, estar eliminando, destinando y sin dejar posibilidad alguna de que el pueblo sano y sabio –y ahora al parecer limpio y guapo– pueda confiar en la justicia.
El enfrentamiento entre el poder político y el Poder Judicial es global, definitorio y ejemplifica el camino que nos espera, dejando dos posibles escenarios. La justicia siempre ha sido administrada por jueces y los jueces –que hasta donde tengo conocimiento y sin tener prueba de lo contrario– son personas que cometen errores, que tienen creencias y que, por mucho que luchen –como el juramento de Hipócrates para los médicos en cuanto a que su principal responsabilidad es salvar vidas–, es inevitable que tengan determinadas tentaciones y problemas que provoquen la humanización de sus decisiones políticas. Eso sin hablar de aquellos que, sencillamente y sin rodeos, se han vendido o hacen que en la punta de su bolígrafo, cuando están escribiendo una sentencia, lo que exista es la posibilidad de escalar tres escalones de jalón su devenir político.
La justicia siempre fue humana, por lo tanto, siempre fue injusta. Pero el problema es que esta ofensiva contra los sistemas legales, este ataque contra el papel de la ley y contra los elementos que nos regulan, nos dejan en la indefensión de tener que librar las afrentas sin ninguna regla. Hasta ahora hay normas que evitan que, por la simple voluntad propia, se pueda robar un resultado electoral. Si desaparecen las leyes que regulan esto, todo será mucho más fácil en el corto plazo, aunque en el largo plazo inevitablemente lo convertirá en un auténtico desafío. Y lo será porque eso significaría que la anarquía estaría a la puerta de cualquier sistema democrático.
Constantemente –y más en los últimos años– recuerdo el papel que tenía el Senado en la Antigua Roma cuando empezó a planear, sobre tan noble edificio, la figura de los césares. Estoy convencido de que, sin el asesinato de Julio César, Augusto nunca hubiera podido ser el primer césar. Pero, al final del día en la pelea entre los enemigos de César y los defensores del Senado, había una realidad que se parece mucho a la que hoy vemos en el panorama político mundial. Y ésta es la que se erige sobre el hecho de que la voluntad de un hombre nunca puede ni debería estar por encima de las voluntades, expresadas y materializadas en leyes, de un pueblo. Sin embargo, este siglo 21, que –bien sea por la revolución de las comunicaciones o por la irrupción sin límites en nuestras vidas de las redes sociales– se ha vuelto tan complicado, en el transcurso de sus primeros 25 años va moldeando y teniendo una víctima propiciatoria, que es la dificultad de mantener vigentes y eficaces las leyes que regulan nuestra convivencia.
Para no seguir hablando de manera general, tenemos que ser conscientes de que hay dos alternativas. O entregamos, como en su momento hizo Alemania con el führer, la posibilidad y facultad de que la creación, modificación y eliminación de leyes recaiga en una sola persona, es decir, que a partir de aquí las leyes estén únicamente sustentadas en los pensamientos y voluntades del gobernante en turno; o, de una vez por todas, establecemos y reinstauramos los límites –en forma de leyes y mecanismos jurídicos– para que no caigamos en una completa autocracia. Usted elige.